Una mañana en la playa

Sin
embargo, en búsqueda de un cambio en sus relaciones interpersonales, intentó
tener romances, pero jamás pudo establecer nada serio con nadie, nunca
funcionó. Prefería el amargo sabor de la cruda soledad, antes de estar con
alguien que no le ofreciese verdadera compañía.
A sus
cincuenta años ya había tenido un infarto, sus problemas de asma habían
regresado después de casi veinte años de no haber mostrado ni una aparición,
tenía dolores en la espalda y comenzaba a tener artritis en las manos. A pesar
de ser tan joven, no había resistido tanto como otros hombres a esa edad. Él
siempre había tenido una salud frágil. Se había jubilado por la acumulación de
esa clase de problemas y comenzó a recibir en ese mismo tiempo una pensión por
todos sus años de trabajo, por lo que no pasaba por ninguna necesidad porque
sólo vivía para sí mismo. Nunca tuvo hijos.
Él tuvo una
vida común, pero siempre la consideró una vida infeliz, excepto cada mañana al
despertarse, donde después de tantos años, seguía sin poder explicar por qué se
sentía tan dichoso al ver el amanecer. Sin embargo, jamás se sintió complacido
con nada, después de estos minutos matutinos, una sensación desértica lo
embargaba por completo, por lo que siempre vivió con una sensación de vacío
inexplicable. Sentía que había perdido algo que no regresaría, por lo que ninguna
relación lo satisfizo ni tuvo verdaderas pasiones en su vida… No fue capaz.
Su vida era
una rutina inquebrantable desde su jubilación: por la mañana después de bañarse
y desayunar huevos revueltos, iba al jardín y tras regar sus flores, tomaba
asiento con la disposición de mirar a las personas que pasaban por la calle,
mientras a su vez, escuchaba la vieja radio que había conservado por más de
veinte años. Por la tarde después de comer, leía. Antes de ponerse el sol se
dedicaba a caminar por el vecindario, para no perder su, ya de por sí, débil
condición. Cuando faltaba comida o alguna otra cosa, pasaba por el mercado de
regreso y se limitaba a volver a casa.
Cada noche
al dejar detrás la rutina, cenaba y se desvestía, apagaba la luz para después
ir a la cama, donde siempre al quedarse dormido tenía el mismo sueño.
La
deslumbrante luz lo cegaba por unos instantes y al aclararse la imagen frente a
él, se encontraba con un precioso amanecer a lo lejos, notaba cómo el sonido de
las olas resonaba en sus oídos y los pájaros trinaban. Sentado, sentía la arena
con sus pies descalzos, respiraba la brisa cálida, contemplaba los colores y
veía a lo lejos la luna que se comenzaba a perder en el cielo azul. Junto a él
había una mujer de vestido blanco que era preciosa, agraciada, sublime. Ninguna
de las mujeres que habían parecido atractivas en el pasado se acercaban un poco
a la belleza de esta mujer; con su cabello abundante, tenía los ojos más
profundos que jamás había visto y ni qué decir de esa sonrisa que te hacía
sentir feliz al instante, la cual te podía llenar de gozo al sentir la
autenticidad que emitía y así, vanagloriarte por tener la bendición de
presenciarla.
Carlos al
contemplarla, olvidaba todo el pesar de su vida, todo el dolor y el sufrimiento
de sus primeros años, dejaba los rencores atrás. Al instante, sintió una
sensación de tranquilidad que inundaba toda su persona. Dejaba de ser
importante todo lo demás, sólo quería observarla.
Gran parte
de la mañana se dedicaban a disfrutar del silencio que los inundaba, él se
disponía a apreciar cada segundo que pasaba al lado de esa sublime mujer,
quería conocerla y escucharla. Era muy placentero estar con ella; por la tarde
caminaban junto a las olas y conversaban tanto de aquello que vale la pena,
como de hasta la más grande nimiedad. Reían por horas y él se sentía libre,
dichoso, como un niño de nuevo, con entusiasmo para hacer cualquier cosa. Quería
expresar la euforia que sentía al pensar que no estaba solo, que su vida no era
desgraciada, pero las palabras no podían salir. Sin embargo, todo aquello que
sentía no le cabía en el pecho.
Era entonces
cuando recordaba que cuando el atardecer llegara, tendría que decirle adiós, su
instinto se lo decía, porque todo termina al caer la noche. Apenas estaba
sintiendo una pizca de tranquilidad y satisfacción en su vida, ¿por qué tenían
que arrebatárselo tan rápido? Al darse cuenta de esto no podía pensar en otra
cosa, desesperado, decía para sí mismo: ‘’ ¡terminará! ¡esto terminará y no me
volveré a sentir así!’’
Había sido
testigo de la felicidad, o eso creía. La impotencia era grande y se aferraba a
esta mujer con toda la fuerza que se permitía, pero sabía que no era suficiente.
Él sabía que todo se desvanecería, aunque a pesar de sus intentos por evitarlo,
ya estaba enamorado de ella y de ese lugar tan sereno. Cuánto le habría gustado
quedarse un poco más.
La miraba
por una última vez, se aferraba a cada detalle y sensación para poder
mantenerla con él por más tiempo. Afligido, se despedía y así la veía alejarse
caminando por el borde de la playa, con nostalgia, hasta desaparecer. Despertaba
y ese sueño maravilloso se iba, la emoción prevalecía por unos minutos, pero
volvía así la crudeza de la realidad, la costumbre, el hábito de todos los
días, las mismas personas caminando por la mañana, las mismas comidas y el
vacío que nunca lo había dejado sentirse satisfecho.
Se ponía de
pie, se daba un baño y después desayunaba huevos revueltos. Dispuesto a
encontrar a una mujer de vestido blanco pasar, se sentaba en el jardín durante
toda la mañana, en compañía de su radio.
Comentarios
Publicar un comentario