La fábrica de monedas

                                                


Era 1938 y yo tenía 8 años cuando vivía con mi padre en un pequeño pueblo de un país que hoy no existe más. A pesar de estar en tiempos difíciles, todas las mañanas íbamos a la fábrica de monedas del condado, que quedaba cerca de nuestra casa. Observábamos todo el proceso de fabricación y después conservábamos las monedas defectuosas, era un pasatiempo exclusivamente nuestro. Recuerdo a la perfección cada etapa.
El primer paso era la fundición del metal a temperaturas horrorosas para crear las láminas de plata con el grosor correcto, seguido de la perforación de la lámina con una prensa, es decir, una máquina enorme que con una fuerza inmensa cortaba la tira de metal para sacar el cospel; un círculo perfecto. Aquellas que no quedaban como circunferencias exactas, volvían a fundirse para repetir el proceso, a excepción de unas cuantas que nos adueñábamos. Después se acuñaban. Una máquina enorme parecida a la prensa, les marcaba con suma delicadeza, el relieve. Eso las convertía en monedas, era su identidad, su marca personal que definía el valor de su existencia. Había monedas con relieves muy diferentes: una moneda de una corona checoslovaca tenía a una mujer, inclinada que recogía el resultado de su cosecha, una moneda de cinco coronas tenía un enorme 5 marcado al frente con una estrella al fondo con ¿escaleras?, sigo sin saber hoy en día qué era aquella figura extraña, pero sin duda mi favorita fue la moneda de dos coronas checoslovacas, la más sencilla de todas con un simple e inmundo 2 junto a un fondo plano y vacío acompañado de una triste estrella, la más corriente de todas, ¿por qué al ser tan común era mi favorita? pues porque fue la que mi padre me regaló la última vez que nos vimos, antes de partir a la guerra. Es precioso cómo nos encariñamos con las cosas más nimias, no por lo que son, sino por lo que representan.
En casa nuestra colección de monedas era infinita para mí. Había redondas, irregulares, grandes del tamaño de mi palma y pequeñas como una corcholata, de bronce, plata y de algunos materiales desconocidos, teníamos monedas muy antiguas, incluso algunas hechas antes de que naciera el abuelo Edvard. Las conservábamos en vitrinas en una enorme mesa, que estaba en el enorme despacho.
Coleccionamos monedas por más de dos años. En la mayoría de las ocasiones, después de observar el proceso de fabricación de monedas cada día, los trabajadores que eran amigos de mi padre de toda la vida, le regalaban varias de las monedas que habían salido defectuosas, el promedio era de tres al día. Íbamos cinco días. Lo que da un promedio de quince a la semana. Si contamos cincuenta y dos semanas por año, nos da un total de mil quinientas sesenta monedas recolectadas en todo ese tiempo. No es un número exacto, pero creo que es la mejor aproximación. Para mí, esas monedas eran mi mundo y las amaba, porque representaban algo que mi padre y yo habíamos construido juntos. Sin embargo, el tiempo pasó y tuvimos que decirle adiós a lo que tanto trabajo nos había costado. Al más legítimo y grande recuerdo de mi infancia.
Después de la guerra, de la partida de mi padre y de que todas nuestras monedas se perdieran para siempre junto con todos nuestros bienes, gracias a la invasión y repartición del país a Alemania, no volví a coleccionar monedas, no volví a tener gran cantidad de aquellos fragmentos de infancia acuñados en plata, no desde que mi él se fue.
Hoy en día y a mis setenta años, caminando por estas calles que han superado ya varias guerras y numerosas desgracias del pasado, con mi primera moneda de dos coronas en el bolsillo y una profunda nostalgia, recuerdo todas las mañanas en la fábrica, donde mi padre me decía que todo lo que habíamos logrado, todo lo que fabricábamos y lo que habíamos inventado, no habría valido la pena de no ser por aquellos quiénes llenaban de inspiración nuestras vidas. Él me dijo que yo era su inspiración, y no se lo dije… pero él también fue la mía.

Ahora todo es un simple recuerdo, pero los recuerdos son lo único que nos llevamos al partir, ¿así que por qué no recordar una última vez?

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