Niágara Falls


Encontré un espacio bastante cómodo entre unos árboles donde apenas llegaba la luz. Sentí entre mis dedos el césped, frío como la noche. A pesar de ser poco más de las once, las multitudes habían desaparecido y en su lugar quedaba la música de la corriente y sus toneladas que caían a sesenta metros de altura; era un espectáculo fascinante, interminable. Podría presenciarlo toda la vida.
Cerré los ojos. Me dije que, si no dormía en aquel momento, que hacía buen clima y que ninguna persona estaba ahí para molestar, no lo haría después. No lo logré inmediatamente; mi instinto no me dejaba dormir, ¡estaba en la calle, por el amor de Dios!
Traté de ocupar mi mente, seguramente así lo conseguiría. 
Recordé al joven que conocí unas horas antes, ¿me había dicho su nombre? Ni idea. Me dijo que vivía cerca de lugar, pero que casi nunca venía; eso me sorprendió muchísimo, ¡tantas personas que viajaban larguísimas distancias sólo para llegar aquí! «después de venir varias veces, ya no lo encuentras tan increíble», me comentó. Tal vez tenía razón.
También pensé en mi madre enferma. La extrañaba tanto. ¿Dos meses?, ¿tres?, ¿seis? La fecha en que la había visto por última vez desaparecía, qué lástima.
No soñé nada. Un ruido me despertó y al abrir los ojos, una luz roja se veía a lo lejos. Inmediatamente pensé que se trataba de la policía. ¿Y si me detenían por dormir ahí? No quise arriesgarme a nada. Sin pensarlo dos veces decidí abandonar aquel lugar.
Hacía frío. Miré el reloj: era un poco más de la una. Las calles desoladas no me asustaban, podía caminar con mucha tranquilidad; las bancas vacías, los locales cerrados… la calma de la ciudad.
La inquietud constante venía de la falta de silencio. Risas. Gritos.
«Las personas de la noche son las peores», pensé.
Quedarme más tiempo ahí, no era inteligente; en primer lugar, no podía volver a mi escondite entre los árboles. En segundo, comenzaba a hacer frío, bastante. Necesitaba refugiarme, pero no sabía dónde. Recordé entonces que regresar a la estación de autobuses era una opción, ¡tal vez podría quedarme ahí! Mi autobús partía a las seis y media, no faltaba mucho. El trayecto por el cuál había pasado en la mañana regresó a mi memoria. Traté de seguirlo exactamente igual, no quería perderme.
El tiempo se percibe diferente cuando caminas por un sendero oscuro a las dos de la mañana, en una ciudad desconocida. Ante el más mínimo sonido, me sobresaltaba: estaba pendiente de todo. A pesar de ello, no tenía miedo, eso sí lo recuerdo a la perfección.
Después de incontables emociones y un eterno camino, llegué a la central de autobuses.
Cerrado.
«¿Qué voy a hacer?».
Decidí sentarme junto a la puerta del lugar; esperar tres horas hasta que alguien abriera de nuevo parecía la mejor opción. Me dispuse a esperar cuando vi una silueta al final de la calle. Era un hombre, sin duda.
El sitio donde me encontraba podía verse hasta dos calles de distancia, cualquiera podría darse cuenta de que ahí me ocultaba. Si dormía, el riesgo se haría más grande. Más vale tomar precauciones. Vacilé un poco, no había seguridad en seguir buscando. No, tenía que ser. Entonces ahí voy de nuevo. Vino a mi mente el parque que había visto algunas calles atrás; ahí había una zona de juegos. No sonaba mal, además, tener otra opción parecía imposible.
No era grande, ni tampoco privado, aunque sí parecía un buen escondite. Me acosté ahí, maldita sea.
Para aquella hora, ya hacía frío, mucho. Trataba de dormir, pero gracias a esos ocho grados centígrados, ahora debía ir al baño… ¿dónde? Ese fue el único y verdadero problema; para tratar de olvidarlo intenté descansar.
Dormí alrededor de media hora cuando escuché risas y desperté. A algunos metros del parque se veían unos cuantos jóvenes. Sábado a las cuatro de la mañana: era de esperarse. Traté de permanecer quieta y me imaginaba si se encontraban en algún estado de ebriedad que pusiera en peligro mi persona en caso de que me topara con ellos. Confié que no lo estarían.
Pasaron justo a mi lado. Y sin decir nada, se fueron. Tengo la seguridad de que sí vieron que yo estaba ahí. Me sentí bastante afortunada.
Traté de dejar pasar el tiempo, cuando percibí por primera vez en la noche, el silencio total.
Miré al cielo, sin estrellas. Pensé que cualquier sonido a tres calles de distancia podría llegar a mí, darme cuenta de hasta el más mínimo detalle. A su vez, una pequeña paranoia me nubló el pensamiento, y la tranquilidad que hasta ahora me había acompañado me abandonó.
Distraerme sonaba como lo más sensato, tal vez todo era alguna especulación mía.
Me preguntaba con qué me encontraría en mi siguiente travesía: Toronto. Jamás alcanzaría a recorrerlo todo en un solo día, menos a pie. Saqué mi cuaderno e hice una lista de prioridades. Había tanto por visitar. Recordé que, después de aquel recorrido, todo terminaría.
Tenía muchísimo frío y la necesidad de encontrar un baño persistía, ¿qué podía hacer?
En aquel momento, empecé a sentir temor por primera vez; un alarido me estremeció. Se escuchó cerca, demasiado. Un escalofrío me invadió y traté de ocultarme lo más posible, esperaba que aquella persona —al parecer peligrosa—, pasara sin más.
No lo hizo. Se acercaba a la zona de juegos cuando vi que no era una, sino dos individuos y un perro. A punto de ponerme de pie e irme estuve, cuando ya estaban lo suficientemente cerca para verme.
Eran dos jóvenes.
—Ay, ¡me asustaste! —me dijo la joven de, ¿veinticinco años? ¿veintiséis?
—Al parecer está ocupado—dijo el otro.
Después ella preguntó:
—¿Te encuentras bien?, ¿necesitas algo?
—Estoy bien, gracias— contesté, tímida.
Y se fueron. Qué alivio. Habría sido una molestia quererme llevar a algún albergue o centro de ayuda a tales horas. Tal vez ahora, ya podría dormir.
Me recosté de nuevo, cuando escuché que volvían.
—¿Estás segura de que no necesitas nada? Puedes venir con nosotros.

Lo pensé por un momento. Después de verlos con detenimiento, descubrí que no se veían tan peligrosos como lo imaginé. No lo dudé.
—En realidad, necesito usar un baño.
—Ven. No es como si fuéramos a robarte.
La idea no había pasado por mi mente. Por un momento, vacilé.
—Está bien—respondí.
Caminé al lado de la joven mientras el hombre con el perro se adelantaba. Él me asustaba; en dos patas podría llegarme al pecho e incluso tirarme con facilidad. Siempre me habían producido un miedo incontrolable los animales de aquel tamaño. Me enfoqué en ella y traté de olvidarlo y a la posibilidad de que podría comerme si sus amos se lo ordenaban.
—Megan—me dio un apretón de manos. Era una palma suave. La observé bien por primera vez: cabello blanco obviamente teñido, ¿un metro setenta?, y bonitos ojos. Vaya.
Le dije mi nombre.
—No vamos a robarte— prometió.
Con toda sinceridad, no lo pensé ni por un momento. Tal vez el pánico llega hasta que están a punto de asesinarte, ahí es cuando la adrenalina te envuelve y te arrepientes por no haber hecho caso al sentido común. Antes de llegar a tal catastrófica situación, me gusta confiar en las personas, sobre todo en los canadienses. No tienen fama de ser las personas más amables de planeta en vano.
Llegamos a un pequeño edificio por el cuál entramos por la salida de incendios. Después pasamos a una habitación, ese era el apartamento.
En la sala no tenían más que un sofá cama y un televisor, junto a un pequeño espacio donde estaba una jaula.
 —¿Qué es eso?
—¡Oh! Es la casa de Mike.
Muy pequeña para el tremendo perro que casi me saca el alma unos minutos antes. Fue cuando vi una ardilla, ¡no! Era un hurón.
—Y aquí en la otra esquina tenemos la casa de Charles.
—¿Charles? ¿Por Darwin?, ¿Bukowski?
—Por Manson.
Vaya.
Más allá de la sala, estaba una cocina pequeña pero cómoda, aunque las paredes naranjas me irritaban un poco, ¿por qué ese color? A la izquierda había dos puertas. Sólo quería entrar al baño sin husmear así que abrí la puerta de la derecha, —los baños siempre se localizaban en esa dirección—, ¡una cama! Una sola cama. Me equivoqué. Cerré la puerta y fui a liberar mi alma en la habitación de al lado.
Después regresé a la sala. Ahí estaban ambos: ella en el sillón y él en una silla de oficina que no había visto antes, escuchando alguna clase de música electrónica. Me senté junto a Megan, incómoda.
—¿Quieres un durazno?
La pregunta más inesperada.
—Está bien.
Mientras iba al refrigerador en busca de mi merienda a las cuatro de la mañana, el joven del cuál aun no sabía el nombre me preguntó:
—¿Qué hacías en el parque?
Tenía que ser. Le conté mi experiencia.
—Después de descubrir la ciudad a lo largo del día, estaba terriblemente cansada. Quería dormir—concluí.
—Es una ciudad turística, hay incontables lugares dónde hacerlo—respondió.
—Así es, pero no son gratis. Además, en un par de horas tomaré un autobús a Toronto, fue más fácil estar cerca de la estación desde antes que tener que tomar un taxi después.
—Qué locura—contestó Megan.
—Pero, ¿no tuviste miedo? Es muy peligroso dormir en la calle, sobre todo para una mujer.
—Es interesante, pero creo que es un asunto de doble filo; es peligroso si te encuentras con gente verdaderamente mala, el cual no creo que sea el caso aquí. El resto tratará de ayudarte, por «ser más vulnerable a los riesgos». Además, créeme cuando te digo que, comparado al lugar de donde vengo, esto es un paraíso. La calma de la noche que encontré aquí, no la he encontrado en ningún otro lado todavía.
—¿En serio? Nosotros estuvimos una vez en Cancún, —añadió el joven—nada mal.
—Vaya. Ahí encontrarás más extranjeros que mexicanos de vacaciones. Es un destino capitalista dominado por los anglófonos.
—Si te contáramos las anécdotas que tuvimos por no hablar nada de español y estar allá. Nos faltaron esos anglófonos de los que hablas.
—Tal vez estaban en la zona equivocada—reímos—en fin, ¿qué hacían ustedes a tales horas en la calle?
—No es fácil pasear a Charles durante el día. En primer lugar, porque es enorme y no le gusta la correa, cualquier persona se asustaría de verlo.
«Ni me lo recuerdes».
—En segundo, porque normalmente trabajamos de noche y durante el día es tiempo de dormir. Hoy fue nuestro sábado de descanso así que este nene se merecía un paseo. Eso hacíamos hasta que nos encontramos contigo. Cosa que nadie esperaba, en lo absoluto.
Bostecé.
—Ve a nuestra habitación, duerme—dijo Megan.
—¿A qué hora sale tu autobús?
—Seis cuarenta y cinco—respondí.
—¡Es suficiente! —exclamó—Ve.
Fui, incierta, a la habitación que había visto por accidente. La cama tenía sábanas verdes y expedía un aroma ¿a manzana?, no lo sé. Me quité los zapatos y dejé mi suéter en el piso. No dudé ni por un momento; me recosté. Jamás había sentido tanto alivio al tocar una cama, dormí con esa sensación en mis pensamientos.

Abrí los ojos y el tiempo transcurrido era incierto. Bien pudieron haber sido tres días o dos horas; sentí el descanso de tres días.
Escuché la voz de Megan. Por un instante había olvidado dónde estaba.
—Ya es hora—y salió de la habitación.
Tendí la cama, me puse los zapatos y tomé todas mis pertenencias. Mire por la ventana; ya estaba bastante iluminado. Me dirigí a la sala y ahí estaban ambos, justo como los había visto por última vez.
—Ya me hacía falta dormir—dije.
—Ven aquí.
—¿Qué pasa?
Megan sacó una bolsa del clóset.
—Toma lo que quieras.
Era ropa. Vestidos, camisas, faldas e incluso unos tenis.
—No puedo aceptarlo— modestia; eso justificaría cualquier cosa que decidiera tomar.
—Ella compra más ropa que comida. Llevamos un rato tratando de deshacernos de todo lo que Megan ya no utiliza, ayúdanos.
«¡Por supuesto!».
Me acompañaron a la salida de incendios. De ahí pude ver perfectamente la estación, el autobús ya estaba ahí.
—Me tengo que ir. Gracias, en serio. —nos dimos un abrazo—Nos vemos.
—Trata de no dormir en ningún otro parque—dijo el joven del cual jamás sabré el nombre.
Y me fui. Vaya forma de hacer amigos.
Caminé a la estación y abordé el autobús que al parecer sólo me esperaba a mí. Por la ventana dije adiós al río Niágara, sus cataratas y al sublime paisaje ante mis ojos. Recordé al joven que había conocido antes, y sus palabras me pesaron: «después de venir varias veces, ya no lo encuentras tan increíble», me había dicho. En aquel momento me pareció una tontería. Claro que lo haré.




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