Cáncer —o divagaciones de un viejo terminal—



Sonaban las campanas previas a los servicios de misa hasta las afueras del pueblo, para que nadie pudiera pasar por alto los servicios religiosos. «Señor, ¿de dónde nos visitan?», pregunta un humilde anciano acalorado, quien se tapa del sol con su sombrero de paja, a orillas de Yahualica, pueblo donde crecí. «Venimos a pasear a los nietos, para que sientan el calor de la provincia y conozcan sus raíces».
Han pasado tres meses y desde entonces me abrumo con los recuerdos de la infancia más que en cualquier otra época de mi vida. Los más simples, las situaciones más insulsas: el día que cumplí quince años nadie lo recordó, ni mi madre tan trabajadora y dedicada tuvo el tiempo de pensar en el santo de su quinto hijo. Pasada una semana me llovió la carilla de todos mis hermanos, quienes recordaron apenas el martes siguiente mi aparente transición de niño a hombre. Ante sus rostros sorprendidos no hice más que soltarme en lágrimas.
Dediqué mucho tiempo a la agricultura rudimentaria con mi padre; desde mis primeros pasos hasta mi abandono del pueblo, en mil novecientos sesenta y cinco. Unas cuantas huertas dedicadas a membrillos y duraznos fueron el entretenimiento de mi niñez. El aroma del campo después de las tormentas quedaba tan presente como la boca reseca que exige una gota de agua en las temporadas de sequía.
Vine hoy a mi pueblo para que mis nietos conozcan lo que su viejo por tantas décadas consideró el principio y el fin del universo. Las fiestas septembrinas, la religiosidad del lugar por sus serenatas dominicales y las ferias repletas de la emoción de los niños esperando su turno en la rueda de la fortuna, las bellas flores quienes asistían para ser cortejadas por los García, los Toledo e incluso los Medina; los muchachos más codiciados entre las jovencitas. A mí no me quisieron por ser un «mugroso de familia pobre».
Llegamos a la plaza principal y no hago más que respirar mi juventud. Mi pueblo siempre será el mismo. El templo tan inmenso que pretende ser catedral, el mercado de cantera y la alegría del entorno. Nos sentamos un momento en las bancas de las jardineras; la melodía del sermón se escucha desde el interior de la iglesia. Marcos corretea a los pichones y Verónica le pide a mi mujer ir al mercado, que de tanta intriga le llena.
Entre aquellos que pasan, identifico a algunos hijos de mis compañeros de secundaria. A algunos no los reconozco: hay tanta gente nueva. Aquel que era un pueblo de caballos y bicicletas hoy ha sido reemplazado por esos motores y gasolina.
En medio del barullo de la multitud que acaba de salir de la iglesia e interrumpiendo mis divagaciones, una voz de antaño dice mi nombre:
—Joaquín Vargas.
Lo miro de reojo. No recuerdo su rostro, tampoco su voz. Parece tener mi edad, quién sabrá.
—Soy hijo de Melchor Medina. ¿No se acuerda de mí?
Después de echarle un ojo, todo queda más claro.
—¡Sí, muchacho!, ¿cómo está tu papá? Si yo te conocí a ti cuando apenas sabías andar en bicicleta, quién te viera ahora; todo un hombre —¡Qué bueno que no abrí la boca!
—Mi papá nos dejó hace poco, señor.
Un silencio reina por diez segundos, o cincuenta.
—¡¿Por qué nadie me dijo algo?!, Gema sabía dónde encontrarme, hasta tenían el teléfono de la casa—
Contesto, tratando de sonar impasible. Era difícil ante tal noticia.
—No quisimos un gran funeral, sino un entierro tranquilo, con la familia. No fue nada grave, Dios ya le rindió cuentas al viejo. Fue de causas naturales.
—Bendito Dios.
—Sí. Pero no se acongoje, don señor Vargas, tuvieron buenos tiempos ¿no?
Viejas memorias de antaño me inundan.
—Muchos años nos acompañamos en las labores del campo. Él todo lo sabía hacer: que lazar a un caballo, curar un animal, hacer alguna compuerta, arreglar un arado; no tenía flojera para nada. Jamás lo vi quejarse de algo que no fuera su mujer.
—Ja, ja, ja—. Era evidente que trataba de ignorar su nudo en la garganta.
—Espero que tú no tengas nada de lo que arrepentirte. Si aprovechaste el tiempo con tu padre, no tendrás por qué llorar ahora. —la sinceridad me ganó.
—¡Ah! —suspira— Me dije por muchos años que la vida sólo valía por dos cosas: la familia y el trabajo. Dediqué más tiempo al trabajo que a pasarla con mis viejos, es lo único que me pesa. Luego muere un ser querido y se da uno cuenta de lo poco que le conoció, y la escasez del afecto demostrado—Decía toda la verdad.
—Debo irme. —le interrumpo. Veo que los niños me esperan, impacientes— Fue un gusto verte. Te pareces mucho al señor Melchor Medina—no quedaba más que decirse.
Aquel huérfano se despidió.
Por la noche descansamos en el rancho, cerca de Yahualica. Ahí construí una casita hace unas cuantas décadas; para tener adónde llegar en cada vuelta por estos rumbos. Los niños en un cuarto, y mi vieja y yo en otro. No quise cenar; en su lugar, recibí dos llamadas de amigos de hace cuarenta años. Ja, ja, ja. O creen que moriré pronto, o las amistades sí duran para siempre.
Decido leer un poco antes de dormir. Pedro Páramo: el único libro que mi hijo decidió dejar por aquí. Al menos no puedo decirle que no al buen Rulfo.
Pienso que, la idea agobiante y persistente de la muerte, sólo se vence con la idea de la vida. No importa si llueve al despertar o caen ranas del cielo; vivir de nuevo al abrir los ojos es la esencia de este mundo… no es que haya caído en estado depresivo, pero en estos tiempos convulsionados de sismos, huracanes y masacres estúpidas, bien vale reflexionar sobre el «paraíso» de los muertos; tal vez Comala no suene tan mal.
Hasta ahora, mis pocos pensamientos hechos oraciones iban para los difuntos, para aquellos que extraño desde siempre y no volverán; pero, ahora creo que los que merecen esas plegarias son otros; los enfermos en interfase. Los que no están en la Tierra ni en el Cielo, los que simplemente no tienen definida la situación y viven con la agonía de la duda.
Hace unos cuantos ayeres, cuando decidí emprender este viaje, pensé en aquellos que compartieron las quimioterapias conmigo. Yo soy viejo, mi tiempo ha pasado; pero ver a tantos jóvenes, sentados a mi lado esperando la muerte, me obliga a cuestionarme: ¿qué clase de Dios manda a estos niños a morir?, ¿qué pecados deben pagar?
De diez a quince minutos que duraba el procedimiento, oraba siempre por mi curación; después me sentí egoísta al pensar en los que compartían la sala conmigo; de niños hasta madres jovencitas, quienes recibían lo mismo, así igual que yo.  Un día me dije que, les preguntaría cómo hacían para manejar con tanta serenidad la idea de la muerte; pero los vi tan llenos de proyectos que no me atreví. Quién diría que el anciano le temería más a colgar los tenis.
Basta. Siempre y sólo hablando de mí. Aunque quién es el que escribe, sino un ególatra que alardea de sus palabras. ¿De dónde se saca que la verborrea de un hombre cualquiera debe ser leída, estudiada?, ¿qué son sino letras en papel?
Yace en mí la esperanza de creer que esas palabras son la sabiduría de las generaciones, de la vida. De aquellos jóvenes que escriben desde temprana edad; o el destino los ha golpeado duro desde niños o simplemente no saben de lo que hablan. No puedo hacer nada por ello.
Me he propuesto mejorar cada día, aunque confieso que hay ocasiones en las que no siento avanzar en lo más mínimo; siempre tengo rencor contra todo: los políticos, los curas, las televisoras y hasta contra el sol, que me marea cuando quiero caminar y empaparme del desbarajuste agonizante de la ciudad. 
Sólo tengo algo bueno qué decir esta noche: es increíble llegar a viejo canceroso con una mujer que le acompañe, le regañe, pero sobre todo le cuide, le cuide y le cuide.

Al final, no me molesta sentarme aquí con mi novela en mano, y en esta cómoda silla, esperar a la Muerte… o simplemente irme a dormir y despertar mañana. 

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